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COLUMNA DE OPINIÓN: Hacer universidad: hacer desarrollo

Hace un tiempo, me topé con una placa en la universidad que decía “Desarrollo Social” para señalar que en ese lugar habían oficinas de unidades académicas y direcciones relacionadas a ello. Ese pequeño cartel me hizo reflexionar: ¿a qué se refiere realmente esa palabra “desarrollo” cuando hablamos de universidad? Le di peso por primera vez y comprendí que la universidad es mucho más que un conjunto de salas, clases y pruebas. Es un espacio donde se cocinan ideas, donde la diversidad estimula el pensamiento crítico y donde, sobre todo, podemos aprender a cuestionar las limitaciones con las que vivimos. Hoy quiero reflexionar sobre la necesidad de incorporar la perspectiva de género en este entorno: un paso esencial para que nuestra formación académica sea, verdaderamente, formación humana en el completo sentido de la palabra.

Gracias a esa placa, por primera vez comprendí el valor y la importancia de tener espacios como la universidad y que, en palabras que un muy buen profesor una vez dijo, la trascendencia de este espacio consiste en “hacer universidad”. Esta etapa no solo significa aprobar ramos ni contar la asistencia, sino que se trata de participar en debates, en talleres de cine, en actividades artísticas y en charlas que estimulan el crecimiento personal; se trata de aprovechar un lugar que está lleno de conocimiento, saberes, diversidad y cultura. Más allá de la malla curricular que uno curse y de la carrera en la que uno se especialice, lo vital es el ser humano en el que uno se convierte. Es ese desarrollo humano el que transforma a un estudiante en un ciudadano capaz de cuestionar y mejorar su entorno, ya que lo hace sensible a este y, por sobre todo, empático.

En este sentido, el rol de la universidad debe ser el principal agente de cambio que impulse el avance y el desarrollo al que tanto aspiramos. Mucho de lo que sufrí en mi vida provenía desde la misoginia internalizada de la sociedad, que al fin de cuentas se traduce en homofobia y sexismo. Sin embargo, gracias a la universidad, pude conectar con personas diversas y fue una explosión de diversidades corporales, de pensamiento, de identidades, de gustos, de género, de cultura, de saberes y conocimientos. Esa convivencia me mostró que, si queremos seguir desarrollándonos como sociedad, es imprescindible proteger y potenciar el espacio que nos brinda el hacer universidad.

Incorporar la perspectiva de género no es simplemente “no ser machistas”. Se trata de entender que todos—hombres, mujeres y personas no binarias—actuamos a diario bajo constructos sociales aprendidos que se traducen en roles, estereotipos y etiquetas que moldean lo que creemos como “nuestro propio sentir”.  Sin embargo, ¿es realmente algo propio? En nuestro día a día, no nos damos cuenta de la cantidad de veces que tomamos decisiones que creemos “nuestras” pero que en realidad provienen de esos constructos impuestos. Estas son decisiones que nos limitan, limitan nuestra identidad, limitan nuestra expresión, limitan nuestro desarrollo. La formación en perspectiva de género nos ayuda a cuestionar esas cadenas invisibles, nos hace preguntarnos si nuestras decisiones cotidianas son genuinas o si obedecen a patrones impuestos. 

En esta línea, la universidad es el mejor espacio existente para desarrollar el pensamiento crítico, el libre pensamiento y el desarrollo humano. En lo personal, el descubrimiento  de la perspectiva de género fue vital. Pude aprender que antes de ser estudiante o ser hombre, soy persona. Esa claridad, lejos de restar valor a mi identidad, me hizo ver mi dignidad como ser humano. Aplicar esta perspectiva en la universidad permite que cada estudiante se vea más allá de una etiqueta y desarrolle empatía hacia quienes viven realidades distintas, no hacia clasificaciones, sino que hacia personas.

La universidad, como agente de cambio social, debe transversalizar la perspectiva de género en todos sus estamentos. No basta con incluir solo una asignatura optativa o fundamental. Ingenieros, médicos, abogados, arquitectos y todas las carreras también necesitan comprender cómo el género influye en sus respectivos campos. Solo así logramos un cambio consciente y nos separamos de ser “máquinas de producción” y alcanzaremos a pulir profesionales integrales, conscientes de su entorno y responsables de generar un impacto positivo en la sociedad. La universidad no solo forma profesionales, sino que forma humanos; es ese lado humano el que hace la diferencia a dondequiera que vayamos. Solo así podremos alcanzar ser una sociedad equilibrada, equitativa, justa y libre para todos sus integrantes, no solo para algunos pocos. 

Cuando pienso en aquella placa que decía “desarrollo social”, entiendo que se trata de desarrollo humano: de crecer como personas, de crecer como sociedad, de hacer cultura, de tejer conexiones y de evolucionar juntos. Como futuros profesionales y como las próximas generaciones que formarán parte importante de nuestro país, necesitamos esta formación integral. Necesitamos esto para ser profesionales completos y, por sobre todo, humanos integrales para contribuir a la construcción de una sociedad más justa. La universidad no es solo un centro de estudios: es el semillero desde el que germinan las transformaciones sociales. Al incorporar de manera contundente la perspectiva de género en cada rincón de la vida universitaria, avanzamos hacia una sociedad más justa, equitativa y libre de estereotipos. Cada estudiante, docente y funcionario puede contribuir en las aulas, en los pasillos y en sus propios proyectos personales. Si el hacer universidad me ayudó a mí, puede ayudar a miles más. Sólo hace falta un paso: dejar atrás la comodidad de no cuestionar lo que “siempre ha sido así” y asumir que la equidad de género no es un extra, sino una urgencia para el desarrollo humano. Aprovechemos este espacio para potenciarnos e impulsarnos. Pongamos la perspectiva de género en el centro de nuestra formación y construyamos, juntos, un futuro realmente diferente.

Por Pablo Orellana, estudiante de Interpretación en Inglés Español.