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Recordando a don Jorge Eduardo Rivera

Por Hardy Neumann, director del Instituto de Filosofía PUCV

27.01.2017

Nos ha dejado Don Jorge Eduardo Rivera Cruchaga, profesor, maestro, amigo y guía. Muchos de los que lo conocimos no podemos simplemente decir que pasó por nuestras vidas. Ahora que la muerte lo ha sorprendido, lo instalamos nuevamente, al recordarlo, y de manera permanente, en nuestro corazón. A él le habría gustado decir, por la admiración que sentía por Ser y Tiempo, y con una buena dosis de humor que le era propia, que se ha ido en el mismo año en que se cumplen 90 años de la publicación de esa obra, pues don Jorge nació en 1927.

El mundo de la filosofía lo conoce principalmente por haber sido el autor de la segunda traducción al español de Ser y Tiempo, que se ha impuesto indiscutiblemente en el mundo de los estudios heideggerianos. Pero quizás no se sepa tanto que en la traducción respira espiritualmente la forma tan peculiar con que don Jorge siempre entendió la filosofía y su enseñanza, a saber, la búsqueda de la verdad acompañada de claridad. Eso se lo infundió no sólo a filósofos, sino a músicos, arquitectos, abogados, psiquiatras e ingenieros. No transaba en el respeto del idioma: “yo tengo oído musical”, decía. Y esto significaba que el texto por traducir debía sonar tal si fuese una fina pieza de música. Había que respetar el genio de la lengua, porque los idiomas, como las personas, tienen un carácter, y, como tal, son veleidosos y hay que saberlos tratar. Esta actitud operativa y metodológica no era sino expresión del esfuerzo inclaudicable por buscar decir las cosas difíciles de la filosofía de la manera más transparente posible. Un día podía espetarnos: “¡mire: Aristóteles o Hegel son igual de claros!”. Por supuesto, nosotros podríamos rebatir hoy, con el mismo Aristóteles, que nuestro entendimiento se halla respecto de las cosas como el murciélago respecto de la luz. Y Rivera replicaría que el problema no es de la luz, sino del murciélago.

Otra forma de su enseñanza fue la vitalidad. Quienes asistimos durante años a sus cursos, la entrada al aula representaba siempre un estar en ascuas respecto de lo que adentro iba a acontecer: bullía en ideas que ponían en cuestión los núcleos duros de las filosofías estudiadas. Junto con entregar rigurosamente la materia del caso, nunca podíamos estar seguros de qué comparaciones iban tener lugar allí: podía ser Heidegger con Tomás de Aquino; Hegel con Aristóteles y Kant; sin artificialidad alguna. Todo ello se combinaba con su gusto, una vez más, por los idiomas, pasando del griego al latín y de allí al alemán o al francés y de vuelta al latín. Al mismo tiempo iban haciéndose presente, en actitud fenomenológica precisa, experiencias concretas, muchas veces de vida, que uno podía ver transferidas y reflejadas en la propia. Se interpelaba, así, al sí mismo propio o al propio Dasein en su propiedad. Cualquiera sea el caso, ello daba cuenta, a la vez, de la magnífica formación que había tenido don Jorge. Bebió de la rigurosidad de la filosofía escolástica, que complementó luego, con su traslado a Alemania, en la Escuela Fenomenológica de Friburgo y en la Hermenéutica de Heidelberg. H.-G. Gadamer fue su profesor guía.  Formó también parte crucial de su formación el contacto con Xavier Zubiri, con quien trabajó de manera personal durante años. E incluso hoy que los cursos de Zubiri han ido apareciendo, se podría hablar no sólo del influjo de Zubiri en Rivera, sino del de Rivera en Zubiri. Como pocos, Rivera nos ha dejado páginas finísimas dedicadas al problema del sentir, poniendo en jaque nuestras convicciones habituales en torno a esta materia filosófica.

Hoy, que ha partido, nos queda todo eso, y muchísimo más, de él en nosotros. Hace tiempo que está presente en lo que somos y esto, de seguro, por distintas vías, por diversos caminos y circunstancias: por la manera en que formó, por el modo en que nos hacía meditar al escuchar sus conferencias, por la pasión en que lo dicho adquiría formalidad de realidad, como le gustaría decir, de nuevo con Zubiri.

Siempre nos dejaba atónitos con sus preguntas. A veces uno creía tener respuesta a alguna cuestión, pero bastaba una sugerencia suya para convencerse de que la tranquilidad supuestamente alcanzada era una ganancia filosófica exigua. Y es que don Jorge se tomaba muy en serio aquello de que preguntar (percunctari) no es sino estar en vilo, pender de un hilo. Trasladaba un quehacer común y fundamental de la vida a la vida filosófica. Don Jorge hacía suyo, con y para sus oyentes, el efecto suspensivo de la desconexión de la actitud que Husserl llamó la tesis general de la posición natural. Esto no quiere decir que don Jorge no disponía de convicciones, y las definitivas se derivaban para él de la certeza de la fe, pero en terreno filosófico entendía que la naturaleza de la filosofía implicaba revisar todo aquello que uno daba genuina pero ingenuamente por cierto. Las cosas más importantes en la vida –decía– son indemostrables.

En la habitualidad de nuestra existencia vivimos en posición natural, sublime y excelente disposición que, “tan buena ella” (así lo diría don Jorge) acepta todo como viene, porque no puede otra cosa. Se trata de esa postura, que no es, sin embargo, impostura, a la que el hombre está ineluctablemente vinculado por estar volcado hacia las cosas, antes de toda teoría acerca de ellas. Esta actitud, a diferencia de las actitudes usuales, justamente no necesita ser adoptada, porque se da junto con nuestro existir; basta vivir para creer en ella. Aquella, por tanto, se encuentra segura. ¿Cómo está segura? ¿Cómo estamos seguros en ella? Simple: porque no preguntamos por ella. Este podría ser tan sólo uno de muchos ejemplos que darían cuenta del modo peculiarísimo del preguntar de don Jorge, mostrando que, en todo caso, hablar de actitud natural es recién únicamente posible por una reflexión filosófica que vuelve sobre el quehacer natural de las vivencias para reconocer a aquélla y a éstas como tales.

Muchísimo más habría que decir de don Jorge. Su papel en el impulso de los estudios de Heidegger en Chile, gracias a su labor docente, y, en Iberoamérica, por su traducción de Ser y Tiempo, ha sido decisivo. Pero más allá de ello caló hondo en la vida de sus audiencias estudiantiles. Su traducción de Ser y Tiempo es fruto del crisol del pensar y del traducir en que devinieron los seminarios que dictó. Buscaba afinar el texto de modo que el lector se deslizara sin roce alguno sobre el suelo de las letras. Justo es poner de relieve que la mayor y la mejor parte de su quehacer intelectual se gestó y fraguó en Valparaíso y Viña del Mar, en torno a los más diversos temas de la filosofía: sobre Heráclito, no “el oscuro”, como lo llamó la antigüedad, sino el esplendente, porque Rivera lo volvía tal. Sus cursos de filosofía antigua se transformaron en notas invaluables que van  de Tales a Sócrates. Desfilaron ante nuestra vista las ideas de Platón: “no vayan a creer Uds.  –acotaba admonitoriamente– que las ideas son las que tenemos en la cabeza: ¡son el ser mismo de las cosas!” Muchas generaciones de estudiantes se formaron escuchando sus lecciones. Los cursos devinieron verdadero laboratorio del aprendizaje de la filosofía, del castellano y del idioma de la filosofía, pues, para él, como para Heidegger o para Zubiri, el lenguaje no era mero instrumento; era, para decirlo con Hegel, esa dimensión donde el pensar está en su elemento por ser elemento mismo del pensar.

Don Jorge se ha ido, pero al quedarnos nosotros se queda él, en la medida en que hayamos hecho nuestro lo que alguna vez nos enseñó. Nos deja un maestro, como de los que hay pocos. Sintámonos agradecidos de que hayamos podido participar del cruce con esa alma, que nos seguirá animando íntimamente al haber forjado también la nuestra.