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Reflexión Espiritual del Miércoles Santo Dirigida al Presbiterio de Valparaíso

Compartimos Reflexión Espiritual del Miércoles Santo dirigida al Presbiterio de Valparaíso por el Pbro. Dietrich Lorenz Daiber, Párroco de la Catedral de Valparaíso y académico de nuestra Facultad Eclesiástica de Teología de la PUCV.

¡Queridos hermanos y amigos todos del Presbiterio de Valparaíso!

Agradezco a nuestro Administrador Apostólico, Monseñor Pedro Ossandón, la oportunidad de poder dirigirles la palabra en este día en que celebramos la institución del sacerdocio y renovamos nuestras promesas sacerdotales. Y lo hago con el cariño, con la amistad y el afecto que les tengo a todos ustedes: 

  • Conozco sus inquietudes, sus angustias, sus tristezas, sus desilusiones, porque son las mías; 

  • Conozco sus sufrimientos, porque los comparto con ustedes todos los días.

  • Conozco sus esperanzas y sus alegrías, porque también son las mías.

  • Y conozco el gran amor que los caracteriza porque es el amor de Cristo el que nos reúne.

 ¡Servir al Señor es la tarea más importante de este mundo!

Es algo maravilloso si entendemos bien de qué se trata. Servir o ministrar en el nombre de Cristo puede ser tan inspirador y emocionante como un vuelo con alas Delta, pero también puede ser tan pesado y tan aburrido como subir la ladera de un cerro, cada día de nuevo, cargado con una gran piedra que inevitablemente vuelve a rodar cuesta abajo al concluir la jornada, como sucedía con Sísifo, según la mitología griega. 

No importa cuán pesada pueda resultarnos la tarea, o cuántas veces nos sintamos con ganas de tirar la toalla, lo importante es que siempre podemos seguir adelante y crecer como personas, si servimos y ministramos en la manera que Dios N. S. nos enseña: es decir, unidos a Él. Solo un fuerte amor a Jesucristo, una intensa vida de oración y una celebración cuidada y fervorosa de los sacramentos nos hará, siendo conocedores de nuestras debilidades, seguir ofreciéndonos a Dios y ayudando a los demás, y a superar esa frecuente sensación de fracaso pastoral y de incomprensión social.

El Papa nos lo ha recordado: “el problema no es siempre el exceso de actividades, sino sobre todo las actividades mal vividas, sin las motivaciones adecuadas, sin una espiritualidad que impregne la acción y la haga deseable. De ahí que las tareas cansen más de lo razonable, y a veces enfermen. No se trata de un cansancio feliz, sino tenso, pesado, insatisfecho y, en definitiva, no aceptado”.

Siempre, dice el Papa Francisco, debemos volver a esos momentos luminosos de amor en que experimentamos el llamado de Dios a consagrar toda nuestra vida a su servicio (“memoria deuteronómica”). Siempre debemos recordar, sobre todo en las pruebas, a esas personas santas que nos mostraron con fe sencilla que valía la pena entregar todo por el Señor y su Reino. Este recuerdo nos permite volver a ese momento en el que la gracia de Dios nos salió al encuentro y cambió nuestra vida para siempre. Esta memoria nos renueva siempre en momentos en que la tentación es quedarse rumiando la desolación, el desaliento, la orfandad, fragmentando la mirada, el juicio y el corazón. “Desilusionados con la realidad, con la Iglesia o con nosotros mismos, podemos vivir la tentación de apegarnos a una tristeza dulzona que es el peor enemigo de la vida espiritual, porque paraliza el trabajo, vuelve estéril todo intento de transformación y conversión”. Y lo que es peor, conduce paulatinamente a la naturalización del mal. El mal, en sus distintas formas, se vuelve algo normal.

Las desilusiones pueden ser muchas, también las decepciones, pero los dolores y los sufrimientos nunca son suficientes como para decir he pasado por el crisol de Cristo. No, nunca es bastante. La vida sacerdotal es un racimo cargado a veces de todas estas cosas amargas.  Un buen sacerdote puede ser abandonado a la vera del camino, incluso por sus propios superiores. Pero la gracia sacerdotal es la perseverancia humilde, la fortaleza, la sabiduría, la justicia, y la santidad. Así nos lo enseñó el Santo Cura de Ars, y tantos otros.

Si esto es así, nunca te va a faltar el Buen Samaritano que cure tus heridas con bálsamo y te cargue sobre su cabalgadura. Ese será otro Cristo que pasa por tu vida. 

Este Buen Samaritano o será un Obispo o será un sacerdote. Respecto a la persona del Obispo les recuerdo la opinión o el deseo de San Ignacio de Antioquía: “Conviene que cada uno de vosotros, y en particular los presbíteros, reconfortéis al Obispo, honrando así a Dios Padre, a Jesucristo y a los Apóstoles” .

Los presbíteros no esperen que nadie los reconforte emocionalmente más allá del orden sacerdotal. Y no invento nada, hay tantos ejemplos en la historia de la Iglesia reciente. Son tantos los sacerdotes que peregrinan de Galilea a Jerusalén, es decir, que conscientemente transitan aquella vía dolorosa desde la “crisis de Galilea” (desde las decepciones humanas) hacia la cruz de Jerusalén (hacia la entrega total a Dios). ¡Bendito sea nuestro Dios que nos permite caminar junto a él hacia el misterio de nuestra salvación!

Recordemos las palabras de San Pablo:

“Les pido que no se desanimen a causa de las tribulaciones” (Efesios 3,13), “mi deseo es que se sientan animados. A ver si recuperan el ánimo y unidos en el amor alcanzamos plena inteligencia del misterio de Dios” (Colosenses 2,2).

Por eso me siento motivado, hoy, a hablarles del ambiente de nuestra Iglesia en Chile, de sus diversos efectos en nosotros sacerdotes, para luego, poder hacerles un llamado a reavivar ese ‘amor primero’, y terminar finalmente con una oración común que recoge todo lo anterior.

 ***

Ambiente

Nuestra Iglesia, incluso entre su coherencia y sus contradicciones, es bastante más evangélica y cercana a la Iglesia primitiva de lo que comúnmente tendemos a pensar de un modo crítico y, a veces, auto flagelante. Esto, en primer lugar, por la presencia permanente del Señor resucitado en nuestra Iglesia de Valparaíso. Hoy más que nunca nuestro Presbiterio es consciente que vive su discipulado y su misión condicionado tanto por las contradicciones propias del fenómeno humano, como por su deseo natural, y siempre nostálgico, de un amor cada vez más coherente. 

Contrariamente a lo que algunos querrían, ni en los Evangelios ni en los Hechos de los Apóstoles, se encuentra algo que haya sido “químicamente puro”. Si en las Escrituras el adulterio es sinónimo de idolatría (recordemos a la mujer del Profeta Oseas), la mujer adúltera bien podría ser figura de la Iglesia. Y a la adúltera se suman otras figuras como la de Judas Iscariote (deshonesto y calculador), Simón el Mago (coimero y amargado), Ananías y Safira (engañadores y solapados), Pedro (cobarde), Saulo (arrollador), los Zebedeos (con su estilo “terminator”), los Corintios (de compromiso inconsistente), los Gálatas (insensatos). Entonces, en este tiempo actual la pregunta del Señor sería siempre actual y liberadora: “¿dónde están tus acusadores?”

Esta constatación significa que la Iglesia actual, asemejándose en mucho a la primitiva, no tiene licencia para acomodarse en la mediocridad del espíritu, ni en la ansiedad, ni en la depresión, ni mucho menos en la corrupción de la vida nueva, como el Espíritu le hizo ver a las siete iglesias de oriente; sin pretender ser, desde luego, ni maniqueos ni albigenses. Muy por el contrario, “nuestra Iglesia”, porque sabe que no es “cosa nostra”, sino que es “ecclesiam suam”, siempre espera un nuevo Pentecostés, porque solo a partir de las irrupciones del Espíritu Santo, la Iglesia experimenta la vitalidad divina que se expresa en diversos dones, carismas y oficios que edifican la Iglesia y sirven a la evangelización. 

En este sentido la Iglesia espera “un nuevo Pentecostés que nos libre de la fatiga, de la desilusión, de la acomodación al ambiente”, que renueve nuestra visión sobrenatural de la vida y de nuestro ministerio. Entre sus luces y sombras la Iglesia espera confiada un nuevo Pentecostés, y, por favor, no lo olvidemos, hay sombras solo allí donde prevalece la luz. Por lo demás, como dice el Eclesiástico: “Qué hay más brillante que el sol y sin embargo, también tiene sus eclipses” (Eclo 17,30).

Nuestra Iglesia, en este “cambio de época”, aparece como una Iglesia fuertemente cuestionada; esto debido principalmente a tres factores: 

 

  •           A la alta exigencia moral que la Iglesia Católica mantiene a todos sus miembros;

  • a las deficiencias y ambigüedades de algunos de sus miembros; 

  • y al contraste final entre las exigencias y las deficiencias. 


Al mismo tiempo, la Iglesia es consciente de que la mayor parte de sus problemas hoy, son de tipos prácticos o vivenciales; no son motivados por cuestiones estrictamente dogmáticas, sino pastorales; no están causados por problemas teológicos, sino más bien metodológicos de nuestra Iglesia. 

1) Lo que encuentro que sí es nuevo es lo que llamo la “Babelización de la Iglesia”: es decir, nuestras divisiones internas, el individualismo, la indiferencia, que inciden tanto en la falta de entendimiento, la confusión, los errores de comunicación, la ausencia de liderazgos y metas comunes, los abusos de poder que a veces rayan en autoritarismo y problemas de derechos humanos entre nosotros mismos. Pero esto ya lo había advertido el mismo Señor cuando dijo: “Muchos se traicionarán y se odiarán mutuamente” (Mt 24,10).

A veces sucede que son nuestros propios superiores los que nos dicen “el que no baila no pasa”. Sí, a veces nos piden que empaticemos con su visión personal del mundo, con su impresión de las personas, con sus análisis de las instituciones y las circunstancias. ¡Qué amargo será ese cáliz, y que pesada será esa cruz si no hay coincidencia de opinión! En tal caso no debes dejar que la decepción anide en tu corazón, tampoco la amargura, ni los rencores ni los temores humanos. Cuando Dios se complace en la conducta de un sacerdote, lo hace estar en paz aún con sus enemigos, lo reconcilia con todos (Proverbios 16,7).

Conforme a lo anterior, decía San Pablo:

“Es inevitable que haya entre ustedes divisiones y escándalos (cf. Lucas 17,1.3), para que se muestre quiénes son los auténticos discípulos del Señor” (1 Corintios 12,19; cf. Romanos 1,29+; 1 Corintios 3,1s; Gálatas 5,20).

San Mateo nos pone el dedo en la llaga, cuando nos refiere las advertencias del mismo Señor: “no vine a traer la paz, [Sino] a enfrentar. El hombre tendrá como enemigos a los de su propia casa” (Mateo 10,34.36) Cuando les toque experimentar esta triste realidad “piensen en aquel que soportó tal oposición por parte de los pecadores, y no se desalentarán” (Hebreos 12,3).

Desde el principio, confirma el Papa Francisco, ha habido siempre problemas en la Iglesia (Hechos 7,52). A modo de ejemplo recordemos que también Santa Mónica criticaba a su Obispo, al Obispo de Tagaste, Antígono.

¿Cómo armonizar, pues, las diferencias que “misteriosamente” coexisten entre nosotros sin contrastes ásperos ni divisiones? Porque no podemos permanecer indiferentes ante el drama de las divisiones, del desprecio y de la discriminación de quienes no pertenecen a “nuestro” grupo teológico-pastoral-ideológico. En el libro de los Hechos de los Apóstoles, la persecución aparece como el estado de vida permanente de los discípulos, de acuerdo con lo que había dicho Jesús: “Si a mí me han perseguido, también los perseguirán a ustedes” (Juan 15,20). 

En la Iglesia hay gente que ha recibido muy buena formación, a la que no le falta ni información, ni ideas, ni recursos metodológicos ni económicos, pero lo raro es que no siempre tienen tan claros los principios del ministerio sacerdotal, a pesar de que, como decían los antiguos: “Los métodos son muchos, los principios son pocos. Los métodos siempre cambian, los principios nunca”.

Lo raro es que algunos presbíteros tienen formación e información, tienen ideas, tienen ideologías, tienen metodologías, tienen una elocuencia deslumbrante, pero no tienen tan claros los principios del ministerio sacerdotal. Frente a ellos nunca te sientas acomplejado. Estos son los que suelen alardear: “yo soy de Pablo, yo soy de Apolo, yo soy de Cefas” (1 Corintios 1,12). Pero, como dice San Pablo: “Cuando uno dice yo soy de Pablo, y otro yo soy de Apolo, ¿no están procediendo según criterios humanos?” (1 Corintios 3,4). 

El Papa Francisco ha llamado siempre a “superar las contradicciones estériles intraeclesiásticas”, los infecundos enfrentamientos con la jerarquía, los desgastantes conflictos entre alas progresistas y reaccionarias dentro de la Iglesia.

Tal vez éstos, los criterios puramente humanos, sean una de las causas de “la babelización”, de la confusión, de la división o de la apostasía en nuestra Iglesia: 

A propósito de la apostasía de algunos sacerdotes, recuerdo que San Agustín, a propósito del versículo del Salmo 90 que dice “caerán a tu izquierda mil, y diez mil a tu derecha, a ti no te alcanzará”, se pregunta: Y quienes son los pastores que han caído muerto? Y se responde a sí mismo: Aquellos que buscaban sus intereses personales, no los de Cristo Jesús. ¿Se encontrarán otros pastores que, sin buscar sus intereses personales busquen los de Cristo Jesús? Los hay, sin duda, y los encontraremos, porque ni faltan ahora, dice, ni faltarán mañana.

“La babelización”, la confusión, la división y la apostasía en nuestra Iglesia se producen cuando se olvida cuál sea la piedra angular y se termina procediendo según criterios puramente humanos. 

Por eso San Pablo aconsejaba a los Presbíteros: “Velen por ustedes y 

por todo el rebaño para apacentar a la Iglesia” (Hechos 20,28-38).

Bueno, cabe preguntarse entonces con el apóstol Santiago: “¿De dónde proceden las guerras y contiendas que hay entre nosotros?”

El mismo apóstol tiene la respuesta:

  • De la falta de espíritu;

  • De las envidias;

  • De la mundanidad (que es enemistad con Dios; St 4,4);

  • De la soberbia;

  • De las ambiciones.

 Y por eso nos exhorta: “¡Hermanos, no habléis mal unos de otros!” (St 4,11).

A las divisiones del clero se añadió la confusión creada por la renuncia solicitada a nuestros Obispos. La renuncia obligada de todos ellos nos convirtió, creo, en una rareza de la eclesiología, única en la historia de la Iglesia, una iglesia sin Obispos, al menos titulares, es, en cierto modo, una Iglesia acéfala. 

Y lo que me parece más grave aún, es que nuestra Iglesia local ha terminado totalmente desacreditada, al interior de la misma Iglesia universal, al ser considerada por la jerarquía vaticana una “caja de Pandora”. A la gravedad de la acusación siguió el silencio y no se ha sabido de nadie que presentase una nota de protesta ante la Santa Sede ante semejante infundio y denostación. ¿Es que acaso somos la fuente y el lugar de donde brotan todos los males, y solo males, para la sociedad chilena? ¿Quién puede sostener semejante afirmación lapidaria? Y si esto es realmente así, ¿cómo es que nadie desde Roma nos suprime o nos defiende? 

Bueno, con todo esto, no pretendo polemizar con nadie, solo me permito expresar que no me extraña que algunos sacerdotes hayan optado por abandonar su ministerio, desgraciadamente. Lo que sí me extraña, y muy positivamente, es que todos nosotros perseveremos en su santo servicio. Sí, hay que reconocerlo, me parece que esto es por obra y gracia del Espíritu Santo. Y esta perseverancia nos acredita.

Esta perseverancia tiene una lógica y una explicación, como dice la canción: “la felicidad me la dio tu amor” (Señor). No hay para nosotros ni un amor ni una alegría más grande que esta. Y por eso estamos hoy, una vez más, renovando nuestras promesas de amor, de obediencia y servicio.

2) Después de estas tempestades eclesiales vino el “estallido social”. La discordia y la pequeñez política, el desorden público y el vandalismo generalizado. La destrucción de las más importantes instituciones nacionales, la quema y la profanación de algunos de nuestros templos, porque como se dice por ahí, “la única iglesia que ilumina es la que arde”.

En medio del estallido social nos sorprendió la pandemia del coronavirus y las correspondientes alarmas acerca de la salud pública. 

El “aislamiento social”, entre nosotros, tuvo su réplica en el “aislamiento pastoral”. En consecuencia, los sacerdotes salimos al encuentro de nuestros fieles sirviéndonos de los medios “on line”. Y los misterios principales de nuestra redención los celebramos a puertas cerradas, sin la presencia de fieles, no “por miedo a los judíos” sino por prudencia ante el pequeño y mortal “virus” y por responsabilidad y solidaridad social.

3) Otro fenómeno, como los ya mencionados, que ha influido, y no poco, en nuestros debilitados estados de ánimo ha sido la “secularización radical” de nuestra sociedad. Esta secularización, en lo que tiene de negativo, no ha sido otra cosa que una erosión de la vida del espíritu, de la visión sobrenatural de la Iglesia y de la vida. 

Pues bien, del ambiente en que vivimos pasemos a reseñar algunos de sus efectos más inmediatos en nuestra psicología y en nuestra vida espiritual.

Efectos del ambiente

 De sentir hablar de la Iglesia como “Caja de Pandora” y de su “Babelización” es imposible que, como personas de fe y hombres de Iglesia, no nos sintamos a veces tristes o deprimidos, desanimados, frágiles, vulnerables, desilusionados de algo o de alguien, vacíos espiritualmente, o simplemente desafectados o mendigos de afecto humano.

La “esquizofrenia espiritual” y la “división de la afectividad” es otra consecuencia de la Babelización de la Iglesia: no solo se da una división externa entre las personas consagradas, sino también una división interna en el corazón de cada uno de nosotros. 

De los fenómenos raros que hemos visto entre nosotros está el de la presencia de sacerdotes profundamente espirituales, con mucho carisma y liderazgo, con mucho éxito pastoral y vocacional, y sin embargo, “divididos afectivamente” en grado superlativo, lo cual los llevó a convertirse en su vida privada, en abusadores sexuales. En ellos convivían dos personalidades contradictorias en una misma persona. 

O como decía el Profeta Daniel: “hombres envejecidos en el mal” (Dn 13,1-62). Daniel es para nosotros un ejemplo de cómo y por qué no se debe ser un encubridor.

Este clima nos afecta inevitablemente en el sentido que, no es posible vivir el día a día en este ambiente sin que el dolor y el sufrimiento aparezcan en algún momento en nosotros y en nuestros colaboradores más cercanos. Sin embargo, conectarse con la tristeza sacerdotal es necesario para aprender a reaccionar con humanidad ante las realidades personales de los otros. Por eso es urgente buscar dialogar al interior del Presbiterio para que el sufrimiento sacerdotal, o la falta de humanidad en nuestras relaciones administrativas y pastorales, o las depresiones, o las debilidades psicológicas y las co- dependencias afectivas o la falta de entusiasmo, no nos dividan psicológica y espiritualmente, en bandos irreconciliables, como entre judíos y samaritanos, que ni se trataban ni se hablaban.

Además a nuestra caridad pastoral le falta mucha imaginación cuando, debido a las cosas ya mencionadas, experimentamos lo difícil que resulta dar testimonio de una vida plena en Cristo, porque no pocos en la práctica consideran que la búsqueda de gozos y de esperanzas en la vida presente puede ser fructífera sin Dios. 

Nos resulta además difícil hablar de una vida plena en Cristo, porque la boca habla de la abundancia del corazón. (Mt 12,34). Y no siendo tan buenos, ¿cómo podemos hablar de cosas buenas? ¿Será por eso que una “Iglesia acéfala” es también una “Iglesia afónica”?

Y este conflicto inevitablemente, o inconscientemente, crea en nosotros una cierta confusión y frustración. El Papa Francisco se expresa así:

“El clericalismo crea la ilusión de un mundo paralelo donde no existen necesidades reales ni problemas graves, sino seguridades y privilegios. Es un estilo de vida que favorece a la mediocridad ministerial y se alimenta de relaciones interesadas y a corto plazo.

En fin, convierte a los ministros en una caricatura en la cual se actúa un seguimiento sin renuncia, una oración sin encuentro, una vida fraterna sin comunión, una obediencia sin confianza y una caridad sin trascendencia”.

San Agustín, con sutileza de espíritu, expresaba este conflicto existencial de la siguiente manera: 

 “Cuando yo me adhiera a Ti con todo mi ser, ya no habrá más dolor ni trabajo para mí, y mi vida será realmente viva, llena de Ti. Tú, al que llenas de Ti, lo elevas; mas como yo aún no me he llenado de Ti, soy todavía para mí mismo una carga. [En mi interior] contienden mis alegrías con mis tristezas, y no sé de qué parte está la victoria. Contienden también mis tristezas malas con mis gozos buenos, y no sé a quién se ha de inclinar el triunfo”.

Sí, el clericalismo nos lleva a perder las certezas y las convicciones más profundas de nuestra fe.

En esta Semana Santa 2020, la Iglesia hoy, día de la institución de la Eucaristía, se ve a sí misma como ese pan tomado por Cristo, que el Señor cargó con su bendición y lo transubstanció. En la consagración de sí misma, esa pobreza humana de la Iglesia se transforma en divina. 

Con su bendición vale lo que Él quiere que valga. Aquellos panes del relato evangélico, tan poco apetitosos después de tres días de camino y de calor, debían estar duros como piedra (tal vez como nosotros), y los peces quizá medios descompuestos (tal vez como nosotros), y esos son precisamente los que bendice el Señor y son capaces de alimentar a la multitud.

Para consuelo nuestro, a pesar de que abrimos el apetito de Dios a pocos, nuestro pueblo sabe percibir, con olfato muy fino, que comprendemos y compartimos su vía dolorosa, convirtiéndose ellos así, al menos, en “allegados de Dios”. Es lo que nos está mostrando la religiosidad popular de nuestros Santuarios.

Aparecida nos enseña que el centro de la acción de la Iglesia no son nuestros planes y capacidades, sino el poder de Cristo que actúa allí donde encuentra un sacerdote bienaventurado que lo acoja y le ofrezca de su pobreza y esté dispuesto a colaborar con Él. 

Llamado

Conforme a lo anteriormente dicho, deseo hacer un llamado aplicándonos las palabras de San Pablo:

 “Los exhorto a que sean coherentes:

  • Que no haya divisiones en ustedes;

  • Y vivan en perfecta armonía interior,

  • Teniendo siempre la misma manera de pensar y de sentir,

  • ¿Acaso Cristo está dividido?” (1 Cor 1,10-13).

Dios nos mantendrá firmes, compactos y desfragmentados para que nadie pueda reprocharnos nada, porque Él “nos llamó a vivir en unión de afectos con su Hijo Jesucristo” (1 Cor 1,8) de la misma manera que Jesús testimonia incansablemente: “Ha de saber el mundo que Yo amo al Padre y que obro según el Padre me ha ordenado” (Jn 14,31).

Jesús valora el afecto generoso, agradecido y con rectitud de intención. 

Por eso agradeció el afecto generoso y desprendido de María de Betania que derramó en Él su perfume.  

  • Por eso resaltó el agradecimiento del samaritano leproso. 

  • Por eso le recordó a la Magdalena que no lo tocara, pues aún no había subido al Padre.

Y por lo mismo le preguntó a Pedro si lo amaba más que los demás. Es una pregunta por un amor vivo, personal y único. No le importa el grupo, porque lo que le importa eres tú. El de Jesús es un interés, un deseo, un apetito insatisfecho: “¿me amas más que los demás?”. El interés de la pregunta recae en el “más”. Jesús se interesa solo por nuestro “amor superlativo”. Lo demás, las migajas afectivas, le salen sobrando.

 “Permanezcan en mí, como yo permanezco en el amor de mi Padre” (Jn 15,10). “Para que el amor con que tú me has amado esté en ellos y yo en ellos” (Jn 17,26), los sacerdotes debemos participar, debemos entrar y permanecer en esta relación afectiva entre Jesús y el Padre, por eso Él mismo nos dice: vengan a mí los que están cansados, agobiados, turbados, acobardados o venidos a menos.

La experiencia nos demuestra que el único modo de renovar nuestro ánimo sacerdotal es vivir nuestra vida de piedad en la fe, alimentando nuestra devoción eucarística y mariana, cultivando la amistad en el presbiterio y con el Obispo, siendo cercanos al pueblo de Dios, y atesorando una visión sobrenatural de la vida, sin rigorismos y sin laxismos. Para mantener animado el corazón sacerdotal es necesario no descuidar estas vinculaciones constitutivas de nuestra identidad.

El Salmista nos recuerda a los sacerdotes que: “Dios observa desde el cielo para ver si hay alguno sensato que busque a Dios” (Salmo 52). Porque la vida sacerdotal, y su ministerio, se edifican sobre este principio básico: su búsqueda y su encuentro.

Fracasan los planes de la Iglesia cuando paradojalmente no se tiene en cuenta a Dios: “El hombre planea su camino, pero es el Señor quien dirige sus pasos” (Proverbios 16,9; 16,1; 15,22); “Lo que el Señor quiere prosperará por su mano” (Isaías 53,10).

Dios quiere que desarrollemos un “ministerio por encarnación”, es decir, muy unidos a Él: 

 “Separados de mí no podéis hacer nada bueno” (Juan 15,4-5). 

Por eso “Dios nos ha puesto para que, velando o durmiendo, acostado o levantado, en casa o yendo de camino, vivamos junto con Él” (1 Tesalonicenses 3,9-10).

Si esto es así, “la alegría [amorosa] del Señor será nuestra fuerza” (Neh 8,10), y entonces, “¿quién podrá separarnos del amor de Cristo?” (Rm 8,37).

***

¡Gustando Christo, Supervincimus!

Pbro. Dietrich Lorenz Daiber

Señor Jesús, Pastor Bueno,

Concédeme tu gracia sacerdotal generosa,

para que la fidelidad me haga siempre libre;

que nunca me falte la certeza de tu presencia y cercanía,

y que la desilusión y el dolor me unan cada vez más a ti, Señor.

 

Aleja de mi corazón la tristeza,

y en su lugar concédeme la alegría del Evangelio,

la convicción de la fe,

y el gozo de su belleza.

 

No me prives de la salud del cuerpo,

ni de las fuerzas físicas;

que no me falten las energías,

ni la disponibilidad en el servicio de tu Iglesia.

 

Te pido Señor que esta Eucaristía renueve en mí

un nuevo ardor en tu santo servicio,

y me conceda silencio interior para escucharte, 

sencillez para convertirme,

claridad de ideas y convicción para expresarme,

y amor para encontrarte.

 

¡Que la fuerza de tu amor, Señor,

haga hoy de mí un sacerdote justo, sabio  y santo,

y que mi sangre, algún día, contagie tu entusiasmo!

 

Amen.