Ir a pucv.cl

Columna de Opinión: "El tóxico y la empatía"

Compartimos columna de opinión de Pedro Pablo Achondo, académico de la Facultad Eclesiástica de Teología de la Pontificia Universidad Católica de Valparaíso.

La sensación de toxicidad, hoy presente en la forma del Covid-19 me ha hecho pensar en otras toxicidades. Varias de ellas denunciadas en relaciones, situaciones, trabajos y formas de vida. Pero, aunque no lo hayamos nombrado así, hay personas que siempre han sufrido esta experiencia: el sentirse tóxicas ante los demás. Pienso en los vagabundos, las personas que viven la calle y que nadie quiere que se les acerque. O aquellos que en su tiempo padecían enfermedades sin cura -los leprosos de los tiempos de Jesús; los leprosos en Molokai. Las personas que nos parecen “distintas”, “extrañas”, “sucias”. Todos ellos que han padecido el desprecio social, el rechazo de lo establecido, lo conocido y seguro, han vivido en ese estado de toxicidad. Se los hemos hecho sentir. En algún momento fueron los homosexuales, en otro los migrantes, qué decir de los presos y presas. Tóxicos recluidos en el antro de la toxicidad, que llamamos cárcel.

Las personas tóxicas han sido siempre una creación de quienes no están abiertos al otro. La dictadura de lo igual, la seguridad de “los mismos”, ha generado una y otra vez vidas tóxicas, personas tóxicas, religiones tóxicas, relaciones tóxicas, ideas tóxicas. Pero cabe un poco de sentido crítico y empatía para percibir que no hay nada de eso. El cristianismo invita a quebrar esas barreras. Fue, precisamente una de las fronteras que Jesús de Nazaret cruzó, una y otra vez. En comidas y fiestas, en despedidas, sanaciones y conversaciones prohibidas al borde de pozos prohibidos. Por eso el cristianismo se lleva mal con los excesivos (auto)cuidados. El amor, que jamás es exigible y se nos manifiesta como desmesura de Dios, impele a cruzar las fronteras en pos del otro afligido.

El Covid-19, entonces, le plantea una crisis -en el buen sentido de la palabra- al ser cristiano. Mientras se nos llama al cuidado del otro y al propio; el cristiano se niega a ver en el otro un posible contagiado o un agente de toxicidad. Al tiempo de no tocar superficies y mantener una distancia de sanidad con las personas, el cristiano quiere contener, abrazar, acompañar. El cristianismo rompe las distancias, incluso, imprudentemente. ¿Cómo vivir la proximidad del otro cuando por su bien debemos alejarnos?

Valga este tiempo de reflexión sobre las distancias y toxicidades, pero por sobre todo respecto de la empatía para con aquellos que sin covid-19 ni ningún tipo de virus o enfermedad siguen viviendo vidas llamadas “tóxicas”, siguen siendo confinados a espacios y rincones ajenos de la vida digna. Ellos y ellas son los que merecen el amor del discípulo de Jesús. Por el simple hecho de que allí están los otros cristos. El autocuidado para el cristiano es solo en vistas del cuidado del otro y siempre posee límites, temporales y espaciales. Cuando la vida del “tóxico” peligra, el amor de Dios y el amor al otro, no dudarán un segundo en tocar, limpiar y enjugar las lágrimas ajenas.