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Colusión y daño moral colectivo

Por Rodrigo Momberg Uribe

24.12.2020

"...Una revisión futura de la materia debería plantear la posibilidad de incluir mecanismos alternativos de protección a los consumidores y de disuasión para los proveedores, como los daños punitivos, categoría todavía resistida por parte de la comunidad jurídica nacional, pero a la que, al parecer, debiese prestarse más atención..."

No hay duda de que existe una estrecha relación entre el derecho de la libre competencia y el derecho del consumidor. Un mercado libre y competitivo asegura a su vez la libertad de los consumidores para elegir los bienes y servicios que más les convengan, tanto en calidad como en precio, aumentando su bienestar. A partir de la Ley 20.945, en nuestro país esta relación no es solo teórica, sino también legal, al permitirse que se deduzcan acciones indemnizatorias de naturaleza colectiva, ante el Tribunal de Defensa de la Libre Competencia, por daños a los consumidores derivados de infracciones al DL 211.

Es evidente que una práctica o ilícito anticompetitivo puede afectar no solo a las empresas o proveedores, sino también a los consumidores. También es evidente que la colusión es un acto reprochable tanto moral como jurídicamente y que, por tanto, debe ser sancionado por la ley.

 

Sin embargo, la concreción de este reproche jurídico encuentra dificultades cuando se trata de los perjuicios que los consumidores han experimentado como consecuencia de un ilícito de colusión. Para que no queden dudas: es incuestionable que los consumidores han sido perjudicados por la colusión, pero cosa distinta es que ese perjuicio sea jurídicamente constitutivo de daño, es decir, se traduzca en una indemnización.

 

Hay que recordar que no todo daño, aunque exista materialmente, es indemnizable. Y son justamente los casos de colusión una de las hipótesis que generalmente se mencionan para ejemplificar la posibilidad de un daño que, si bien efectivamente se ha producido, pueda no materializarse en una indemnización de perjuicios.

 

Esta dificultad se acrecienta si se trata de daños colectivos. En el derecho del consumidor, una revisión de las demandas colectivas que se han intentado en el marco de la Ley 19.496 (LPC) muestra que, en la mayoría de los casos, a pesar de haberse acogido la petición principal (por ejemplo, la nulidad de ciertas cláusulas abusivas), las acciones de perjuicios deducidas conjuntamente fueron rechazadas. La razón: la falta de acreditación de los perjuicios demandados.

 

En este punto cabe plantear dos observaciones. Primero, no debe confundirse la indemnización de perjuicios eventualmente demandada, con las restituciones que pueden haber sido decretadas a favor de los consumidores, por ejemplo, por cobros excesivos (como ha sucedido en acciones colectivas relativas a servicios financieros) o por devolución del precio ya pagado por un bien o servicio (como se ha decretado respecto de espectáculos públicos cancelados). Y segundo, que tales demandas indemnizatorias se referían a daños materiales, ya que hasta la reforma introducida por la Ley 21.081 no era posible demandar daños morales en el marco de una acción colectiva.

 

Si pensamos en una demanda indemnizatoria colectiva por actos de colusión surgen dificultades adicionales al momento de establecer los daños que, en el caso particular, deberán ser indemnizados a los consumidores. En cuanto al daño material, no cabe duda de que constituye un daño emergente el sobreprecio que los consumidores han pagado por un determinado producto o servicio a la empresa coludida, o incluso a empresas no coludidas pero que subieron sus precios como consecuencia de la colusión ("efecto paraguas"). Pero aquí surge inmediatamente una de las preguntas más complejas en esta materia: ¿cómo determinamos exactamente la suma con que deberá indemnizarse a cada consumidor? E incluso antes: ¿cómo determinamos el universo de consumidores afectados? La respuesta se torna especialmente difícil si se entiende que la práctica colusoria podría también vulnerar el interés difuso de los consumidores y provocar daños materiales incluso a quienes no se han vinculado contractualmente con las empresas coludidas, cuestión que resulta conceptualmente discutible.

 

La segunda cuestión, la del daño moral, no es menos complicada. El artículo 30 del DL 211 establece que "la indemnización de perjuicios comprenderá todos los daños causados durante el período en que se haya extendido la infracción", norma suficientemente amplia para entender que incluye los daños morales sufridos por los consumidores. Pero, nuevamente, la cuestión no es tan simple, ya que el establecimiento y determinación del daño moral colectivo presenta dificultades particulares.

 

Si entendemos que las normas que rigen las acciones colectivas indemnizatorias por ilícitos de colusión son las de la LPC (art. 51 inc. 2), los daños morales colectivos quedan también restringidos a las hipótesis que establece el inc. 2 del Nº 2 del art. 51 de la LPC: afectación a la integridad física o psíquica o a la dignidad de los consumidores. La norma entonces se aleja del concepto clásico de daño moral y lo asocia a la vulneración de derechos de la personalidad.

 

Es difícil pensar que un acto de colusión haya afectado la integridad física o psíquica de un colectivo de consumidores, que es el supuesto de la norma. Estas hipótesis se ajustan mejor a otro tipo de situaciones, como, por ejemplo, un producto médico o alimenticio defectuoso, pero no a un ilícito de colusión.

 

La afectación de la dignidad de los consumidores es un supuesto más complejo. Una alternativa es estimar que debe tratarse de infracciones que constituyan una ofensa a los consumidores en cuanto a su estatus como persona humana. Ello se producirá, por ejemplo, cuando existan actos de discriminación o vejatorios por parte del proveedor, como la negativa arbitraria a prestar un servicio o el trato humillante respecto a un grupo de consumidores. Pero debe recordarse que debe ser una afectación a un colectivo de consumidores, no a un consumidor individual. Esta situación podría presentarse, por ejemplo, en el caso de un proveedor que se niega a admitir en su local a personas de cierta raza o condición social, pero como política general y no reducido a uno o más casos individuales, lo cual en la práctica será muy difícil que ocurra, o que pueda probarse. En todo caso, se trata también de hipótesis ajenas a las de un ilícito de colusión.

 

Asimismo, no hay que olvidar que la reforma a la LPC (Ley 21.081) comenzó a regir el 14 de marzo de 2019. Previamente, la norma vigente establecía que "las indemnizaciones que se determinen en este procedimiento, no podrán extenderse al daño moral sufrido por el actor". Si bien existe discusión sobre el punto, lo más razonable parece ser que la nueva regla del art. 51 Nº 2 no se aplique a hechos ocurridos con anterioridad a la entrada en vigencia de la reforma, ya que tendría el carácter de norma sustantiva, que establece un derecho que antes no existía, y no simplemente una regla que modifica la substanciación y ritualidad de los juicios, con lo cual podría regir in actum. Se podría estimar entonces que respecto a prácticas colusorias anteriores a la mencionada fecha no procede la indemnización del daño moral colectivo.

 

Estos problemas —y otros que el espacio de esta columna no permite plantear— hacen difícil que, con la normativa vigente, los consumidores puedan obtener una reparación adecuada de los perjuicios que les haya ocasionado un ilícito colusorio. Una revisión futura de la materia debería plantear la posibilidad de incluir mecanismos alternativos de protección a los consumidores y de disuasión para los proveedores, como los daños punitivos, categoría todavía resistida por parte de la comunidad jurídica nacional, pero a la que, al parecer, debiese prestarse más atención.

 

Columna publicada el 19 de diciembre de 2020 en El Mercurio Legal.

 

*La columna no representa necesariamente el pensamiento institucional de la Facultad y Escuela de Derecho PUCV.