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Columna de Opinión: "La Resurrección de cada día"

Compartimos artículo de Jorge Mendoza, académico de la Facultad Eclesiástica de Teología de la Pontificia Universidad Católica de Valparaíso.

En este tiempo pascual los cristianos celebramos y revivimos uno de los puntos fundamentales de nuestra fe: la Resurrección de Jesús. Quiero compartir algunas reflexiones al respecto, ya que normalmente vemos la resurrección o como un hecho pasado o, en lo referente a nosotros mismos, como una esperanza muy lejana en el tiempo. En estas circunstancias en particular se nos hace cada vez más difícil pensar en la resurrección cuando la muerte de muchos es informada como un dato estadístico que disfraza su crudeza, transformándolos en seres anónimos, sin rostro, sin historia personal, sin familia y cuando nuestras propias vidas, y las de las personas que amamos, están en constante riesgo y no miramos más allá del momento presente y de cuándo podremos volver a nuestras rutinas habituales y a disfrutar de los encuentros con otros.

Lo primero que viene a colación es el por qué la resurrección no es un tema presente en la vida diaria y la respuesta parece estar en que tampoco lo está el tema de la muerte, el del dolor, el del sufrimiento y el de la esperanza. La lógica del pensar la resurrección implica primero el tomar conciencia del hecho de la muerte. Lamentablemente la cultura contemporánea tiene una repulsión por el tema porque le resulta contrario a su deseo hedonista y de dominio sobre la naturaleza. La muerte marca el fracaso de la pretensión de señorío sobre la vida, sobre la vida sin término. Por otra parte también le resulta antiestético: la muerte es la negación, en la cultura contemporánea, del ideal de belleza juvenil al que se aspira. Esta actitud se nos hace patente cuando muchos irrespetan las medidas sanitarias como si a ellos el peligro de contagio no los acechara.

Mirar cara a cara la muerte, la propia y la de los seres queridos, causa temor y se trata de obviar su presencia alejándola de la vida. La muerte ya no es parte culminante de nuestro existir, sino algo ajeno, un hecho que marca una ruptura definitiva con el mundo de los vivos. Su presencia es molesta, es un impedimento a nuestros deseos de inmortalidad en esta vida y por eso se la trata de negar o, al menos, cambiarla en su presentación a través del cambio de rituales y de los espacios en que ella puede estar presente. En tiempos normales las terapias médicas intensivas, los nuevos cementerios y los velatorios fuera del hogar muestran este alejamiento y este disfrazar del momento doloroso que ella significa. Nos cuesta tomar conciencia de lo que significa el ritual de la muerte en estos tiempos de pandemia: morir separado de quienes han conformado nuestro entorno familiar, con una despedida a través de una cámara de video.

Por otra parte la vida es el constante esfuerzo de mantener los vínculos que le dan motivos a nuestra existencia. La muerte parece entra a destruir justamente lo que es más bello: el amor. Esta es otra de las razones por las cuales nos negamos a aceptar, para nosotros y para nuestros seres queridos, la calidad de mortales. Sin embargo la muerte es ineludible y entonces surge la pregunta si no es injusto que, luego de permitirnos disfrutar de algo tan hermoso como el vínculo, la muerte nos separe de quienes nos dan razones para vivir. Inevitablemente la mirada se vuelve hacia la fe religiosa, la única capaz de darnos esperanza, ya que la ciencia y la tecnología sólo permiten el vivir más acá y, en último caso, postergar su ocurrencia. La fe religiosa nos da la posibilidad de esperar en un más allá de la muerte, que ésta es el portal hacia una vida más plena.

La muerte tiene también aspectos positivos que son olvidados en la cultura contemporánea. De partida nos permite vivir con profundidad cada momento de cada día, ya que se toma conciencia de la ultimidad de cada momento, es decir que puede ser el último que vivamos. La conciencia de la muerte favorece, en este sentido, la conciencia de vivir. Cada día se ve con ojos distintos, incluso con gratitud por el simple hecho de seguir viviendo y gozando de las personas que nos son queridas. Así no se desperdicia ocasión de expresar, de mil modos distintos, la alegría de estar con los demás, de poder compartir sus gozos, sus esperanzas, sus penas y los pequeños detalles que cada día le dan sabor al vivir. Hoy, sin embargo, es difícil este disfrute por razones sanitarias y de responsabilidad para con todos nuestros prójimos; hoy no podemos estar próximos sino con un necesario distanciamiento físico.

Pero también la muerte nos permite tener conciencia del tiempo, de los tres momentos en que se conjuga nuestra existencia: un ayer que nos explica, un hoy que nos desafía y un mañana en el que volcamos nuestras esperanzas. Sin esta dimensión nuestra vida sería plana, un largo presente sin expectativas. Porque creemos en un mañana es que visualizamos el tema de la resurrección. La vida es demasiado bella para acabar con la muerte. La esperanza del creyente se deposita en la aceptación de un Dios que, pleno de amor, nos llama a la vida en la felicidad. La muerte, desde esta perspectiva, no es un castigo sino un paso, Pascua, para llegar a la morada definitiva.

El mismo Jesús acepta pasar por el ciclo de la vida, muerte y resurrección, no sin miedo pero sí con confianza en un Padre providente que no quiere el sufrimiento, pero que debe aceptarlo como consecuencia de aceptar también la libertad de los hombres.

Volviendo al tema inicial: la resurrección sigue a la muerte, aunque ésta no necesariamente debe ser física. Al pensar cada día en la muerte tenemos ocasión de resucitar, de restablecer los vínculos que nos permiten encontrarle sentido a la vida. Sin este ejercicio, que no debe dejarnos con la sensación de impotencia frente al término de nuestra existencia terrenal, difícilmente lograremos interiorizar la promesa de la Resurrección, la que nos seguirá siendo ajena y apenas un artículo más en un Credo profesado con más automatismo que con convicción. La Resurrección es un llamado a la esperanza, no a la espera pasiva que omite nuestra propia responsabilidad en el mañana, con la confianza que luego del sufrimiento podremos disfrutar de la serenidad que ansían nuestros corazones. La esperanza es activa, más bien proactiva, y es por ello que cada día tiene su propia resurrección, su propio paso hacia nuestra plenitud.

Valparaíso, 10 de abril de 2021.